«Puede que antes de preguntarnos adónde vamos,
deberíamos descubrir de dónde venimos»
Susanna Tamaro


¿Qué bandera era mía?

Sino mi piel con cada marca y cada herida.


¿Cuál era mi tierra?

Sino aquella que pisé, trabajé y veneré.


¿Quiénes eran mis amigos?

Sino aquellos que compartieron mi mesa, mi techo y parte del camino.


¿Cuál era mi identidad?

Un número entre tantos, un rostro de pasado, una vieja tradición. No, mi identidad eran los sentimientos, aquellos irreprimibles, transparentes a los ojos de cualquiera.


¿Cuál era mi familia?

La sangre que corría por mis venas. Sí, y cada brazo fuera de mí, cada regazo a destiempo y cada perdón desmerecido.


¿Cuál era mi casa?

Las cuatro humildes paredes que me vieron crecer, el calor sin pedirlo, el lecho eterno al que volver. Sí, pero mi casa, mi pequeño hogar, estaba también en el fondo del océano, protegido por la espuma y el oleaje, defendido siempre por el rugir del viento. Mi casa era cada lugar que fui construyendo con seguridad, siempre dejando la puerta abierta para que la vida me sorprenda.


¿Cuáles eran mis sueños?

Aquellas vagas ideas, esas fantasías poco factibles, esos proyectos en segundo plano, relegados por lo urgente, desgastados por las prisas, reprimidos por la derrota… Mis sueños eran la novela de la que era protagonista, eran la dulce velada de cualquier noche en la orilla de la playa. Eran un misterio, una incógnita que se mantenía intacta, un pasaje de ida hacia la nada abstracta, hacia el todo concreto. Eso eran mis sueños, todas las personas que me crucé a ciegas, los nobles corazones que posaron en mí.


¿Qué era el amor?

Místicamente, era la bendición que perseguía en los días y en las noches. Pero, materialmente, era una actitud, una forma de actuar, de vivir. Suponía entregar sin medir, esperar sin desfallecer, querer sin futuro y sobre todo, el amor era un encuentro, una sorpresa, una lección. Un momento infinito y efímero. El amor eran trenes y pasajeros a bordo, y los que se quedaban en el andén también. Eran viajeros incondicionales al destino, valientes sin capa y espada, desertores del lamento y el reproche. El amor eran unos ojos brillantes, un temblor desafiando a la gravedad, un fuego incandescente en la oscuridad. El amor era un velero sin más capitán que el mar. Era esa estela que te hace salir a flotar, a tender la mano para liberar al preso. El amor estaba en cada cultivo, en cada acto de esperanza y solidaridad. Y lo más importante, el amor estaba en todos.

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