«Debí haberme ido ayer,
y aquí no soy más que mi propio retraso»
Milan Kundera
Desde el origen de las civilizaciones, el llamado tempus ha dictado la existencia humana. Ya en la época de los egipcios, éstos trataban de descifrar la magnitud temporal. Para ello, procuraron darle forma a la cuestión usando diferentes herramientas, entre ellas, la astronomía. Así fue, que un año resultó ser lo que tardaba la Tierra en completar su órbita alrededor del Sol; y un mes, la luna orbitando sobre el globo terráqueo. Más tarde, las leyes de Kepler serían una realidad. A su vez, Vitruvio, aquél matemático que luego dibujó Da Vinci para maravillarnos con su jeroglífico de “La cuadratura del círculo”, determinaría el cronos griego con la clepsidra y artilugios extravagantes como el reloj de agua. Pero serían las bases duodécima y sexagesimal las que establecerían la dicotomía día-noche y segundo-minuto. De tal manera, las horas se hicieron permanentes hasta la actualidad que hoy contemplamos.


Andare andare, la italolingüística del latín ambulare, que viene a significar “ir alrededor”, pero, pasear en torno a algo o alguien, ¿no? Inevitablemente se sucede así, la imagen de aquellos filósofos peripatéticos dando una vuelta por el anfiteatro, yendo de aquí para allá mientras divagan, piensan, teorizan entre los jardines de la Antigüedad. ¿Será que tenemos la necesidad de tener los pies en tierra para poder reflexionar? ¿Es el silencio el cómplice indispensable para el desaliento del pensiero? ¿Es la teoría el resultado de la práctica errante de caminar? ¿Es la sabiduría una consecuencia de ejercitar los pies?